Pudo un virus detener el mundo y obligar a cada ser humano a permanecer en su casa.
Imágenes de aquellos lugares a los que estábamos acostumbrados a ver repletos de gente, aparecieron en fotos, televisión y redes sociales bajo la más impactante soledad.
Ciudades con calles vacías, lugares cerrados y todos dentro de los hogares, deteniendo rutinas, apuros, despertadores, el universo familiar cambiaba.
Home office, clases virtuales, telemedicina, barbijos, alcohol en gel, protocolos de seguridad, incertidumbre y miedo al contagio.
A fuerza de repetir día a día fuimos aprendiendo algo, a cuidarnos, a cuidar al otro, a entrenar la frustración.
Del encierro, nació la necesidad de compartir y encontramos la manera.
Los balcones fueron los centros de reunión, la salida del día, la música creo lazos, apaciguó almas, y sacó lo mejor de nosotros.
Entonces empezamos a resignificar nuestros lugares, a mirar lo que estaba cerca, a descubrir cuanto no conocíamos de nuestro barrio, de nuestra ciudad y soñamos con volver a ser turistas locales, a caminar nuestras calles, a mirar y detenernos en aquellos sitios significativos, a valorar la arquitectura, y conocer su historia.
Espacios públicos, paisajes cotidianos y resignificación. Turismo de cercanía.
Buscaremos lo genuino, lo original, lo no contaminado, empezaremos por desplazarnos por nuestra provincia, revalorizaremos el patrimonio, iremos en busca de nuestra identidad, de los paisajes olvidados, de los sabores de nuestra tierra.
Buscaremos identidad y valor, recuperaremos lo perdido, repensaremos procesos y haremos un turismo sustentable y más consciente.
Volveremos a viajar en cuanto las autoridades sanitarias lo permitan. Nos encontramos frente a un desafío, pero será reconfortante el proceso.
Empecemos por casa, por una Argentina para argentinos.